Monday, November 30, 2009

LA ACTITUD DEL PUBLICO ANTE UNA PELICULA

¿Cuál debería ser la actitud del público ante el cine? Sin ánimo de establecer un modelo único y definitivo, unas cuantas ideas y sugerencias pueden ser enriquecedoras para acometer este difícil tema.

Ante todo, el espectador debe asistir a una sala cinematográfica -o al visionado delante de un monitor de TV- libre de prejuicios; como diría el filósofo, tamquam tabula rasa. Porque la obra de arte es abierta, la completa el receptor, y hay que acogerla y comprenderla como tal, con un espíritu lo más abierto posible.

Ahora bien, como cada persona posee su propia formación, no debe prescindir de su ideología o universo personal a la hora de mirar un film. Es más, debe “dialogar” con la película -con sus autores y voluntad de expresión-, para enriquecerse intelectualmente. Y, al mismo tiempo, tiene que apreciar los valores estéticos y éticos que le propone como pieza artística.
En este último sentido -el moral, que abarca toda acción humana-, me gustaría hacer hincapié aquí, ofreciendo unas breves reflexiones, debido a su gran trascendencia cultural y humana. Y más en la actualidad, cuando “reina” el laicismo y el relativismo en tantas esferas de la sociedad.
En efecto, parece que hoy todo está permitido en el mundo democrático al que pertenecemos en aras de la cultura. Pero claro, sin haber examinado antes y con profundidad que significa este término.

Ciertamente, la Cultura -con mayúscula- debe estar siempre al servicio del hombre y de la mujer, y no al revés; pues no sólo ha de tener una buena finalidad, sino que también el mismo acto artístico -la producción cinematográfica, en nuestro caso- ha de estar regulado éticamente. Me explicaré mejor.

Es frecuente oír hablar o alabar una película en atención a sus cualidades o valores fílmico-artísticos, pero nada más. Y esto es un juicio incompleto o, si prefieren, parcial. Una película inmoral, de una ideología equivocada, puede con todo ser una destacada obra de arte. Pondré unos ejemplos extremos: El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935) es una obra maestra del cine de propaganda nazi que, como las filmaciones de la época de Goebbels, promulga y mitifica una ideología perversa, pero está reconocida como una pieza artística muy lograda. Mientras otras películas estéticamente notables, como Kill Bill I y II (Quentin Tarantino, 2003-2004) o Brokeback Mountain. En terreno vedado (Ang Lee, 2005), buscan la violencia y el sexo en aras de la “ideología” comercial, además de desmitificar -en este caso- a sus respectivos géneros (fantástico-terror y western).
Al igual que, por el contrario, cabe decir que un film realizado con un sano criterio moral puede no llegar ni siquiera a mediocre bajo el punto de vista artístico. Y ambas afirmaciones son verdaderas.

Lo que ocurre, sin embargo, es que hay una jerarquía de valores y, de acuerdo con ella, el valor artístico está por debajo del moral. Ya lo dijo en su día -aunque aludiendo a razones políticas- el antiguo catedrático de Estética de la Universidad de Barcelona, José María Valverde: Nulla aesthetica sine aethica. Pues, aunque el Arte es un ámbito autónomo de la moral -autónomo, pero no independiente; como afirma el especialista Sánchez de Alba, “tiene una realidad propia, autónoma, pero no puede independizarse de esa realidad espiritual que lo constituye.” (György Luckács: Estética. Madrid, 1975, p. 194)-, el ámbito de la Moral es superior; ya que las leyes morales rigen toda la actividad humana, incluida la artística. Además -como decía el filósofo Jacques Maritain (cfr. La poesía y el arte. Buenos Aires, 1955)- el artista no puede dejar de ser hombre o mujer para ser sólo artista. Estas, por tanto, son verdades lo suficientemente claras.
Aun así, es importante señalar que ambos valores -los morales y los artísticos- no son separables. Quizá lo sean para el crítico y para el investigador (tal es mi caso profesional; aunque en todo análisis especializado también han de estar presentes los criterios éticos), pero nunca para el espectador medio. Lo malo o inmoral no deja de serlo por constituir una obra de arte. Es más: su peligrosidad aumenta precisamente por ello.

Cuando un film está perfectamente realizado llama más la atención, y bajo el envoltorio de arte puede presentarnos contenidos ideológicos rechazables o imágenes obscenas. De ahí el fraude, el engaño que puede llevar en sí una obra artística, la cual -insisto- tendrá mayor repercusión o efectividad en la medida que tenga más calidad fílmica (Dos ejemplos recientes son Ágora, de Alejandro Amenábar, y Si la cosa funciona, de Woody Allen). En este sentido, es preciso tener el criterio claro. Además, es bueno recordar el axioma de que el fin nunca justifica los medios.
Digamos, por tanto, que puede haber películas buenas y películas malas; si las consideramos según esta escala de valores, generalmente inseparables. Y la conclusión natural que se desprende de tal razonamiento es que unos filmes se pueden ver, otros no será conveniente y algunos sólo en determinadas circunstancias.
Es obvio que esa renuncia -libre y responsable, no por prohibición (de ahí lo negativo de toda censura)- viene precedida por simples pero superiores razones de moralidad. Unas veces moverá al espectador el perjuicio personal -aunque sólo sea hipotético-, otras el mal ejemplo que podría dar (a la familia, hijos, amigos…); o también la mera intención de no colaborar al mal, pagando sucios negocios.

Pero ¿y el Arte?, podría preguntar el lector para llegar al fondo de la cuestión. Alguien querrá dejar por sentado que el Arte no es la Moral, que aquél solamente busca el propio perfeccionamiento (el lenguaje del cine y su progreso, en nuestro caso). No obstante, pienso que esta respuesta u objeción no debería dejarnos satisfechos. Me explicaré en un juicio global.
Un arte, un cine, una película, que no sirva a la persona, a la sociedad, es incompleto. Este arte, este cine, este film, no cumple su función perfeccionadora del hombre y de la mujer, para quienes a fin de cuentas ha de estar dirigido y realizado. En definitiva, no es humano, no es social: es imperfecto.

De ahí -vuelvo a insistir- que actualmente sea precisa una responsable valoración moral en la actitud del público. Siempre que queramos ser consecuentes con nuestra condición humana. Pienso que una actitud frívola en este sentido puede tener hondas repercusiones sociales y personales, en cuanto a formación y convivencia.
Por eso -como comentaba una persona de reconocido prestigio-, “si un crítico de cine dice de una película que presenta inconvenientes, que estéticamente está bien y nada más, hace mal. Hay que decir la verdad: si aquello es estéticamente correcto pero va contra la dignidad de la persona, hay que decirlo porque es algo indigno, que no va”. Y esto cabe extenderlo al espectador corriente.

Es más, al mirar e interpretar una obra artística, hemos de buscar la verdad expresada, lo que quiere decir o transmitir. Y eso, ciertamente, nos ayuda conocer y comprender al artista que la realizó. Pero si nos quedamos en esto último, la lectura de las películas se puede convertir en simple erudición o en una hermenéutica histórica o sociológica.
Pues -como escribió el antropólogo Ricardo Yepes-, “no hay en ellas verdades para nosotros, lo cual en el fondo significa que toda cultura (o realidad) que no sea la nuestra es enigmática. Toda obra cultural lleva dentro de sí una verdad que podemos llegar a comprender, aunque cueste tiempo y esfuerzo, y sólo en parte se consiga”. (YEPES STORK, R. Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana. Pamplona, 1996, p. 331).
Asimismo, otro profesor de Antropología del Cine y Ética de la Imagen, Juan José Muñoz, iría más lejos: “La ética es un arte porque cada individuo debe crear las respuestas más valiosas para cada situación concreta. Pero hay conductas que, en lugar de ser creativas, son destructivas para la dignidad de la persona. Además, en el arte, como en la propia vida, siempre se debe buscar la belleza, y ésta siempre hace referencia a la verdad y al bien”. Finalmente, este teórico defiende su discurso crítico con un ejemplo tan cinéfilo como clarificador, no sólo moral sino también estética y socialmente:

“Muchas veces debemos tomar una decisión, como la que hace Rick (Humphrey Bogart) en Casablanca: advierte que debe subordinar su pasión amorosa a un valor superior. Y decide renunciar a Ilsa (Ingrid Bergman) para que ella vuelva con su marido, que es a quien pertenece, y al que debe apoyar en su lucha contra el nazismo. Este mítico final nos emociona tanto porque conjuga, de modo magistral, la ética con la estética. Tanto el público, como los expertos en guión de cine, admiten que cualquiera de los finales alternativos que se barajaron (la muerte del marido para dejar vía libre a los amantes, o la muerte de Rick) nos hubiera defraudado. Esos finales alternativos no respetaban un principio básico de la narrativa audiovisual: que el desenlace de una película, en la medida de lo posible, sea resultado de las decisiones de los personajes”. (Vid. MUÑOZ, J. J. De “Casablanca” a “Solas”. La creatividad ética en cine y televisión. Madrid, 2005).

Por último, a la hora de mirar un film, es muy importante destacar el necesario sentido crítico del espectador. El público deberá adoptar y desarrollar su sentido crítico, si no quiere dejarse arrastrar por determinadas visiones de la realidad; y así prevenirse contra la frecuente manipulación que se ejerce a través de las imágenes.

De ahí, por tanto, la urgencia de la enseñanza del cine en las escuelas, donde al alumno se le tendría que preparar para saber leer el lenguaje fílmico. Y después, en la Universidad, conseguirá interpretar mejor el auténtico contenido de las películas, haciendo una segunda lectura: aquella que va más allá de la mera anécdota argumental, descubriendo las posibles o diversas connotaciones y la intencionalidad del film. Pienso que es un reto, un desafío, que nos concierne a todos.

Tuesday, November 24, 2009

"QUERIDOS ARTISTAS", UDS SON CUSTODIOS DE LA BELLEZA

"QUERIDOS ARTISTAS, USTEDES SON CUSTODIOS DE LA BELLEZA"

El texto íntegro del discurso dirigido por el Papa, el 21 de noviembre de 2009 en la Capilla Sixtina, a representantes de todas las artes: pintores, escultores, arquitectos, novelistas, poetas, músicos, cantantes, hombres del cine, del teatro, de la danza, de la fotografía,
por Benedicto XVI

¡Señores Cardenales,venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,ilustres Artistas,Señoras y Señores! Con gran alegría los recibo en este lugar solemne y rico de arte y de memorias. Dirijo a todos y cada uno mi cordial saludo y les agradezco por haber acogido mi invitación. Con este encuentro deseo expresar y renovar la amistad de la Iglesia con el mundo del arte, una amistad consolidada en el tiempo, dado que el Cristianismo, desde sus orígenes, ha comprendido bien el valor de las artes y ha utilizado sabiamente los multiformes lenguajes para comunicar su inmutable mensaje de salvación. Esta amistad debe ser continuamente promovida y sostenida, para que sea auténtica y fecunda, adecuada a los tiempos y que tenga en cuenta las situaciones y los cambios sociales y culturales. He aquí el motivo de nuestra cita. Agradezco de corazón a monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Pontificio Consejo de la Cultura y de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia, por haberlo promovido y preparado, con sus colaboradores, así como por las palabras que me ha apenas dirigido. Saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a las distintas personalidades presentes. Agradezco también a la Capella Musical Pontificia Sixtina que me acompaña en este significativo momento.

Protagonistas de este encuentro son ustedes, queridos e ilustres artistas, pertenecientes a países, culturas y religiones diversas, quizás lejanas a experiencias religiosas pero deseosas de mantener viva una comunicación con la Iglesia católica y de no restringir los horizontes de la existencia a la mera materialidad, a una visión reductiva y banal. Ustedes representan el variado mundo de las artes y, justamente por esto, a través de ustedes quisiera hacerles llegar a todos los artistas mi invitación a la amistad, al dialogo y a la colaboración. Algunas significativas circunstancias enriquecen este momento. Recordamos el decenio de la Carta a los Artistas de mi venerado predecesor Juan Pablo II. Por primera vez, en la vigilia del Gran Jubileo del Año 2000, este Pontífice, también él artista, escribió directamente a los artistas con la solemnidad de un documento papal y el tono amigable de una conversación entre “cuantos- como reza la dedicatoria-, con apasionada dedicación, buscan nuevas ‘epifanías’ de la belleza”. El mismo Papa, hace veinticinco años, había proclamado patrono de los artistas al beato Angélico, indicando en él un modelo de perfecta sintonía entre fe y arte. Mi pensamiento lo dirijo ahora al 7 de mayo de 1964, cuarenta y cinco años atrás, en este mismo lugar, se realizaba un histórico evento fuertemente querido por el Papa Pablo VI para reafirmar la amistad entre la Iglesia y las artes. Las palabras que pronunció en aquella circunstancia resuenan todavía hoy bajo la bóveda de esta Capilla Sixtina, tocando el corazón y el intelecto.

“Nosotros necesitamos de ustedes- dijo-. Nuestro ministerio necesita de vuestra colaboración. Porque, como ustedes saben, nuestro ministerio es el de predicar y de hacer accesible y comprensible, es más, conmovedor, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de Dios. Y en esta operación….ustedes son maestros. Es vuestro oficio, vuestra misión; y vuestra arte es la de entender del cielo del espíritu sus tesoros y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad” (Enseñanzas II, [1964], 313). Era tanta la estima de Pablo VI por los artistas, como para lanzarlo a expresiones verdaderamente audaces: “Y si nosotros prescindiéramos de vuestra ayuda –continuaba-, el ministerio se haría balbuciente e incierto, y tendría necesidad de hacer un esfuerzo, diríamos, para ser artístico en sí mismo, es más, convertirse en profético. Para elevarse a la fuerza de expresión lírica de la belleza intuitiva, necesitaría hacer coincidir el sacerdocio con el arte” (Ibid., 314). En aquella circunstancia, Pablo VI asumió el compromiso de “reestablecer la amistad entre la Iglesia y los artistas”, y les pidió hacer lo propio y compartirlo, analizando con seriedad y objetividad los motivos que habían turbado esa relación y asumiéndose, cada quien con valentía y pasión, la responsabilidad de un renovado y profundo itinerario de conocimiento y de diálogo, en pos de un auténtico “renacimiento” del arte en el contexto de un nuevo humanismo.Aquel histórico encuentro, como decía, tuvo lugar aquí, en este santuario de fe y de creatividad humana.

No es por lo tanto casual nuestro reencuentro precisamente en este lugar, precioso por su arquitectura y por sus simbólicas dimensiones, pero, más aún, por sus frescos que lo hacen inconfundible, empezando por las obras maestras de Perugino y Botticelli, Ghirlandaio y Cosimo Rosselli, Luca Signorelli y otros, para alcanzar las Historias del Génesis y del Juicio Universal, obras excelsas de Miguel Ángel Buonarroti, que aquí dejaron una de las creaciones más extraordinarias de toda la historia del arte. Aquí también resonó con frecuencia el lenguaje universal de la música, gracias al genio de grandes músicos que han puesto su arte al servicio de la liturgia ayudando al alma a elevarse hacia Dios. Al mismo tiempo la Capilla Sixtina es un singular cofre de memorias, ya que constituye el escenario solemne y austero de eventos que signan la historia de la Iglesia y de la humanidad. Aquí, como ustedes saben, el Colegio de los cardenales elige al Papa; aquí he vivido también yo, con trepidación y absoluta confianza en el Señor, el momento inolvidable de mi elección a sucesor del apóstol Pedro. Queridos amigos, dejemos que estos frescos nos hablen hoy, acercándonos a la meta última de la historia humana. El Juicio Final que sobresale a mis espaldas, recuerda que la historia de la humanidad es movimiento y ascensión, es incansable tensión hacia la plenitud, hacia la felicidad última, hacia un horizonte que siempre sobrepasa el presente mientras lo atraviesa. En su dramatismo, sin embargo, este fresco coloca frente a nuestros ojos también el peligro de la caída definitiva del hombre, amenaza que incumbe sobre la humanidad cuando se deja seducir por las fuerzas del mal. El fresco lanza por lo tanto un fuerte grito profético contra el mal; contra toda forma de injusticia. Pero para los creyentes, el Cristo resucitado es el Camino, la Verdad y la Vida. Para quien fielmente lo sigue es la puerta que introduce en aquel “cara a cara”, en aquella visión de Dios de la que surge sin limitación alguna la felicidad plena y definitiva. Miguel Ángel ofrece de este modo a nuestra visión, el Alfa y el Omega, el principio y el final de la historia y nos invita a recorrer con alegría, valentía y esperanza el itinerario de la vida.

La dramática belleza de la pintura de Miguel Ángel, con sus colores y sus formas, nos hace entonces anuncio de esperanza, invitación potente para elevar la mirada hacia el horizonte último. La relación profunda entre belleza y esperanza constituía también el núcleo esencial del sugestivo mensaje que Pablo VI dirigió a los artistas en la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965: “A todos ustedes- proclamó solemnemente-la Iglesia del Concilio les dice con nuestra voz: ¡si ustedes son los amigos del verdadero arte, ustedes son nuestros amigos!” (Enchiridion Vaticanum, 1, p. 305). Y agregó: “este mundo en el cual vivimos necesita belleza para no precipitar en la desesperación. La belleza, como la verdad, es aquello que infunde alegría en el corazón de los hombres, es el fruto precioso que se resiste a la degradación del tiempo, que une a las generaciones y las hace comulgar en la admiración. Y esto gracias a vuestras manos… Recuerden que ustedes son custodios de la belleza del mundo” (Ibid.). El momento actual está lamentablemente marcado, además de por los fenómenos negativos a nivel social y económico, también por un debilitamiento de la esperanza, por una cierta desconfianza en las relaciones humanas, por lo que crecen los signos de resignación, de agresividad, de desesperación. El mundo en el que vivimos, corre el riesgo de cambiar su rostro por causa de la obra no siempre sabia del hombre, el cual en lugar de cultivar su belleza, explota sin conciencia los recursos del planeta en favor de unos pocos y con frecuencia desfigura las maravillas naturales. ¿Qué puede volver a dar entusiasmo y confianza, qué puede animar al alma humana para encontrar el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a soñar una vida digna de su vocación sino la belleza? Ustedes saben bien, queridos artistas, que la experiencia de lo bello, de lo auténticamente bello, no efímero ni superficial, no es accesorio o algo secundario en la búsqueda del sentido y de la felicidad, porque tal experiencia no aleja de la realidad, más al contrario, conduce a una estrecha comparación con la vida cotidiana, para liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para hacerla luminosa, bella.

Una función esencial de la verdadera belleza, de hecho, ya evidenciada por Platón, consiste en el comunicar al hombre una saludable “sacudida”, que le haga salir de sí mismo, le arranque de la resignación, de la comodidad de lo cotidiano, le haga también sufrir, como un dardo que lo hiere pero que justamente de este modo lo “despierta” abriéndole nuevamente los ojos del corazón y de la mente, poniéndole alas, empujándolo hacia lo alto. La expresión de Dostoevskij que voy a citar es sin duda audaz y paradójica, pero invita a reflexionar: “La humanidad puede vivir –decía- sin ciencia, puede vivir sin pan, pero sin la belleza no podría vivir más, porque no habría nada que hacer en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí”. Le hizo eco el pintor Georges Braque: El arte está hecho para turbar, mientras la ciencia tranquiliza”. La belleza golpea, pero por ello mueve al hombre hacia su destino último, lo pone en marcha, lo llena de nueva esperanza, de dona la valentía de vivir hasta el final el único don de la existencia. La búsqueda de la bellaza de la que hablo, evidentemente, no consiste en una fuga irracional o en un mero esteticismo. No obstante, a menudo, la belleza de la que se hace propaganda es ilusoria y falaz, superficial y cegadora hasta el aturdimiento y, en lugar de hacer salir a los hombres de sí y abrirles horizontes de verdadera libertad empujándolos hacia lo alto, los encarcela en sí mismos y los hace todavía más esclavos, privados de esperanza y de alegría. Se trata de una seductora pero hipócrita belleza, que estimula el apetito, la voluntad de poder, de poseer, de prepotencia sobre el otro y que se transforma, rápidamente, en lo contrario, asumiendo los rostros de la obscenidad, de la trasgresión o de la provocación en sí misma.

La auténtica belleza, en cambio, abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el otro, hacia más allá de sí mismo. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, entonces redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de aferrar el sentido profundo de nuestro existir, el misterio del cual somos parte y del cual podemos obtener la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso cotidiano. Juan Pablo II, en la Carta a los Artistas, cita, en este contexto, este verso de un poeta polaco, Cyprian Norwid: “La belleza es para entusiasmar el trabajo,/ el trabajo es para resurgir” (n.3). Y más adelante agrega: “Como búsqueda de lo bello, fruto de una imaginación que va más allá de los cotidiano, el arte es, por su naturaleza, una suerte de llamado al misterio. Incluso cuando escruta las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más espantosos del mal, el artista se hace de alguna manera voz de la universal espera de redención”(n. 10). Y en la conclusión afirma: “la belleza es cifra del misterio y llamado a lo trascendente” (n. 16). Estas ultimas expresiones nos llevan a dar un paso adelante en nuestra reflexión. La belleza, desde aquella que se manifiesta en el cosmos y en la naturaleza hasta aquella que se expresa a través de las creaciones artísticas, precisamente por su característica de abrir y ampliar los horizontes de la conciencia humana, de llevarla más allá de sí misma, de asomarla al abismo de lo infinito, puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el misterio último, hacia Dios.

El arte, en todas sus expresiones, en el momento en el que se confronta con las grandes interrogantes de la existencia, con los temas fundamentales de los cuales deriva el sentido de vivir, puede asumir una validez religiosa y transformarse en un recorrido de profunda reflexión interior y de espiritualidad. Esta afinidad, esta sintonía entre recorrido de fe e itinerario artístico, se confirma en un incalculable número de obras de arte que tienen como protagonistas los personajes, las historias, los símbolos de aquel inmenso depósito de “figuras”- en sentido amplio- que es la Biblia, la Sagrada Escritura. Las grandes narraciones bíblicas, los temas, las imágenes, las parábolas han inspirado innumerables obras maestras en cada sector de las artes, así como también, han hablado al corazón de cada generación de creyentes mediante obras de artesanía y de arte local, no menos elocuentes y conmovedoras. Se habla, en este contexto, de una "via pulchritudinis", un camino de la belleza que constituye al mismo tiempo un recorrido artístico, estético, y un itinerario de fe, de búsqueda teológica. El teólogo Hans Urs von Balthasar abre su gran obra titulada "Gloria. Una estética teológica" con estas sugestivas expresiones: “Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza es la última palabra que el intelecto pensante puede osar pronunciar, porque ella no hace otra cosa que coronar, cual aureola de esplendor inalcanzable, el doble astro de lo verdadero y del bien y su indisoluble relación”. Después observa: esa es la belleza desinteresada sin la cual el viejo mundo era incapaz de entenderse, pero que se ha apartado de puntillas del moderno mundo de los intereses, para abandonarlo a su oscuridad, a su tristeza. Esa es la belleza que ya no es amada y custodiada ni siquiera por la religión”. Y concluye: “Quien, en su nombre, crispa los labios en una sonrisa, juzgándola como el juguete exótico de un burgués, de éste se puede estar seguro que –secretamente o abiertamente- no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera de amar”.

El camino de la belleza nos conduce, entonces, a tomar el Todo en el fragmento, el Infinito en lo finito, Dios en la historia de la humanidad. En este sentido, Simone Weil escribía: “En todo aquello que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de lo bello, está realmente la presencia de Dios. Hay casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, del cual la belleza es un signo. Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible. Por esto, cada arte de primer orden es, por su esencia, religiosa”. Todavía más cáustica es la afirmación de Hermann Hesse: “Arte significa: dentro de cada cosa mostrar a Dios”. Haciendo eco a las palabras del Papa Pablo VI, el siervo de Dios Juan Pablo II reafirmó el deseo de la Iglesia de renovar el diálogo y la colaboración con los artistas: “Para transmitir el mensaje confiado por Cristo, la Iglesia necesita del arte” (Lettera agli Artisti, n. 12); pero preguntaba inmediatamente después: “¿El arte necesita a la iglesia?”, animando a los artistas a encontrar en la experiencia religiosa, en la revelación cristiana y en el “gran código” que es la Biblia una fuente de renovada y motivada inspiración. Queridos Artistas, llegando a la conclusión, quisiera dirigir también yo, como ya lo hizo mi predecesor, un cordial, amigable y apasionado llamamiento. Ustedes son los custodios de la belleza, ustedes tienen, gracias a vuestro talento, la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ampliar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano.

¡Sean gratos por los dones recibidos y plenamente concientes de la gran responsabilidad de comunicar la belleza, de hacer comunicar en la belleza y a través de la belleza! ¡Sean también ustedes, a través de vuestro arte, anunciadores y testimonios de esperanza para la humanidad¡ ¡Y no tengan miedo de relacionarse con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quien, como ustedes, se siente peregrino en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita¡. La fe no quita nada a vuestro genio, a vuestra arte, es más, los exalta y los nutre, los anima a atravesar el umbral y a contemplar con ojos fascinados y conmovidos la meta última y definitiva, el sol sin crepúsculo que ilumina y hace bello el presente. San Agustín, cantor enamorado de la belleza, reflexionando sobre el destino último del hombre y casi comentando "ante litteram" la escena del Juicio que tienen hoy ante sus ojos, escribía: “Gozaremos, entonces de una visión, o hermanos, nunca contemplada por los ojos, ni oída por las orejas, nunca imaginada por la fantasía: una visión que supera todas las bellezas terrenas, aquella del oro, de la plata, de los bosques y de los campos, del mar y del cielo, del sol y de la luna, de las estrellas y de los ángeles; la razón es esta: que esa es la fuente de cualquier otra belleza” (In Ep. Jo. Tr. 4,5: PL 35, 2008). Deseo a todos ustedes, querido artistas que lleven en sus ojos, en sus manos, en su corazón ésta visión, para que les dé alegrìa e inspire siempre sus bellas obras. Mientras de corazón les bendigo, les saludo, como lo hizo Pablo VI, con una palabra: ¡Hasta pronto! ¡Hasta la vista!

Sunday, November 22, 2009

LA FILOSOFIA DEL RUGBY

FILOSOFIA DEL RUGBY
Carlos Villegas estableció tres principios fundamentales a partir de los cuales comenzar a construir este deporte. En tal sentido siempre sostuvo que el rugby ..."Es un medio para Divertir, Relacionar, y además, Educar"... Basado en estos tres pricipios el Veco desarrolló los lineamientos teóricos de esta exposición.
Escrito por Carlos "Veco" Villegas
Considerando que este artículo va dirigido, fundamentalmente, a los encargados de equipos, nada mejor entonces, que comenzar ante todo por los principios históricos y filosóficos de nuestro deporte.
Según la historia escrita el juego del rugby nació, cuando William Webb Ellis (dibujo), haciendo caso omiso de las reglas del Foot-Ball de entonces, tomó la pelota con, las manos y empezó a correr con ella en el Colegio de la Ciudad de Rugby, en Inglaterra. En realidad el juego nació muchísimo tiempo antes y se fue transformando de una determinada manera hasta llegar al rugby actual en que, sin temor a equivocarnos, podemos asegurar que es el juego más equilibrado, más balanceado y más perfecto que existe para el hombre.
Es así que en este juego los principios éticos, filosóficos, técnicos y tácticos están permanentemente entrelazados para configurar un deporte absolutamente único. Pretender enseñar el rugby partiendo de bases exclusivamente técnicas o tácticas puede llevar a un error fundamental y pretender enseñarlo únicamente basado en sus tradicionales principios filosóficos que conforman el espíritu del juego puede llevar también a un error, puesto que no se logra así materializar cosas que si se pueden conseguir a través del juego. Es por ello esta introducción referida á los principios fundamentales del juego; principios que nosotros, como encargados de transmitirlos a los jugadores, nunca debemos perder de vista para bien y gloria del rugby amateur. Luego como aplicación práctica de esos principios fundamentales, aparecen principios tétricos que nos ayudan justamente al desarrollo de lo que uno pretende de nuestro juego dentro y fuera de una cancha.
Nunca olvidemos que los entrenadores y colaboradores de equipos somos los que estamos en mayor contacto con los jugadores y no los dirigentes, ni los referees, o sea que nosotros somos los primeros responsables de mantener el espíritu y las tradiciones del juego.
En rugby, los encargados de los equipos no deben buscar excusas ante fallos de los referees, o por caso, decisiones de dirigentes en comisiones de disciplina.
Nosotros tenemos que asumir la responsabilidad de que el juego sea transmitido de generación en generación, como ha venido ocurriendo hasta ahora; somos los que tenemos que aceptar dejar de lado los pequeños gustos, deseos u opiniones personales en aras de la defensa del rugby de sus principios y de sus tradiciones y no temer que el desarrollo técnico del juego, el progreso táctico, la mayor preparación puedan afectar a esos principios básicos y fundamentalmente del juego si realmente han sido entendidos por nosotros y luego transmitidos correctamente a los jugadores en la cancha, en el tercer tiempo y prácticamente en todas las oportunidades que tomemos contacto con ellos, aun fuera del club.
Hay muchas formas de enfocar la parte fundamental y filosófica del juego. Hay muchas formas de enunciar los principios fundamentales y todas han sido utilizadas exitosamente a lo largo de la vida del rugby. A mí se me ocurrió condensarla en una sola frase que dice: El rugby es un medio y no un fin en sí mismo... e inmediatamente surge la pregunta: ¿un medio para qué? y también allí uno puede contestar de muchas maneras distintas, pero apuntando a tres cosas básicas:
1- Un medio para educar
2- Un medio para relacionar
3- Un medio para divertir
Un medio para educar: porque desgraciado aquel deporte que no deja algo trascendental en la vida de quien lo practique. Se ha dicho y con razón que un deporte vale por la educación que deja en aquel que lo practica, y el rugby lo hace, porque las características propias del juego - que son principalmente de adversidad - enseñan a quien lo practica, bien orientado a entrenar y vencer la adversidad.
No es cierto aquello de que los hombres no tenemos miedo; no es extraño tenerlo, pero lo interesante es aprender a vencerlo y el rugby justamente da la oportunidad de vencer el temor. Por que educa el rugby?
Primero por lo que acabo de decir, segundo porque en el se hace un culto del juego en equipo, entonces uno aprende a vivir en función de los demás, uno aprende a sentir mas placer en dar que en recibir, uno aprende a sacrificarse aun a riesgo de su propio físico - por el interés máximo que existe en la cancha que es el equipo.
¿Por que educa el rugby?... Porque fue el primer y casi único deporte que descubrió una verdad muy importante que dice que al Rugby (como sería cualquier otro deporte), no se puede jugar sin adversarios. Uno puede concebir el rugby sin Unión, sin dirigentes, sin entrenadores, sin periodismo, sin público y aún sin referee. En cambio, no se puede concebir el juego de rugby sin adversarios... y surge entonces como consecuencia natural de esa verdad la tradicional reunión de los equipos luego del partido que en la Argentina se llama felizmente Tercer Tiempo y es la manera de agradecerse unos a otros la oportunidad que tuvieron de disfrutar del juego dentro de la cancha. El rugby educa porque en un mundo materialista, muy difícil es desenvolverse sin tener que caer en ventajitas personales, permanentemente le está marcando al jugador que por más bueno y brillante que sea, no podrá hacer nada sin la ayuda de su equipo y le enseña, además, que en el rugby que queremos y debemos defender, vale más el hombre que el jugador.
El rugby no fomenta ni fomentó nunca jugadores que pateen bien, que pasen bien o que formen bien un scrum, sino que fomentó siempre hombres de bien que trabajen, estudien y que, como complemento de su actividad principal, traten de patear bien, traten de pasar bien y traten de entrar bien a un scrum volante. El rugby siempre se enorgulleció de tener grandes hombres y siempre destacó, junto a la condición natural del jugador de hacer las cosas bien dentro de una cancha, la actividad privada de ese jugador. Puso de ejemplo a grandes jugadores que se han destacado en la cancha y que también han producido cosas realmente importantes para su país, la sociedad, la familia, etc.
El rugby nunca quiso ser la meta final del que lo jugaba sino el medio mediante el cual el hombre, al mismo tiempo que mejoraba su físico y su mente, mejoraba espiritualmente.
El rugby vive una de sus más grandes batallas, que es la del propio juego con sus principios y tradiciones contra la presión del medio ambiente exterior a través de gente que trata de sacar ventajas comerciales de este juego; y de esta batalla, el rugby emerge como verdadero deporte amateur, emerge triunfante gracias a gente que durante muchas generaciones ha inyectado el principio de que el rugby es un medio y no un fin.
También decimos que el Rugby es un medio para relacionar y, justamente, el hecho de que no se pueda jugar al Rugby sin adversarios y que con ese adversario hay un pacto de caballeros de jugar lo más duro posible dentro de la cancha, puesto que cuanto más duro el juego mejor juego es, establece entre quienes deciden vivir esta vida apasionante del Rugby amateur una relación que no se borra fácilmente.
El rugbier se jacta que son muchísimas más las amistades y las relaciones, que los enconos que pueda provocar.
El jugador de rugby que encuentra en un adversario ocasional a un hombre duro y honesto en la cancha, luego del partido valora en ese oponente a un amigo para toda la vida y viceversa. El rugby fomenta las relaciones, amistades y uniones más fuertes. Y si no, piensen en la cantidad de gente que han conocido y que no han ido al colegio con ustedes, ni pertenecen al mismo tipo de trabajo, ni la ven tan seguido como a otros y que, sin embargo, encuentran con ellos una afinidad muy difícil de definir y que viene dada porque el otro es un rugbier como ustedes, indudablemente, un medio para relacionar, un medio para vincular gentes, pueblos y sociedades aparentemente muy distintos pero cuando encuentran el punto común que se llama juego de rugby todas esas diferencias se allanan con muchísima facilidad.
El juego de rugby es para relacionar y debemos tener presenté eso para ver al oponente justamente como un adversario y no como un enemigo. Ello no quiere decir que no fomentemos el rugby bien enseñado, que es el tratamiento muy duro y leal del oponente o del adversario en la cancha, pero también demos el ejemplo de que hemos podido disfrutar de ese partido y de esa tarde de rugby o de esa gira gracias a esos adversarios y extendamos nuestra relación más allá de la del juego mismo, a la vida de cada uno de nosotros.
Pero una de las cosas más grandes que tiene el rugby es que tiene tradición que se respetan las jerarquías y los cargos, los capitanes y los dirigentes de años y las personas con galones. El rugby, detrás de todo eso, se toma con cierta -diríamos- diversión, con cierta ligereza, sin ceño fruncido, sin solemnidad militar. En el rugby aun en los estratos más altos, siempre hay lugar para la broma, para la diversión, porque fundamentalmente, dentro y fuera de la cancha el rugby es para divertirse.
Entonces el rugby es un equilibrio perfecto y así un hombre que entra de lleno en la vida del rugby amateur se educa, mejora como individuo, se relaciona y conoce gente de distintas partes, da y recibe de otro, y al mismo tiempo, haciendo estas dos cosas muy importantes se divierte. Es un hombre que disfruta porque el rugby es juego y debe seguir siendo juego y no trabajo.
De nada vale un coach o un jugador o un dirigente que conozca mucho de técnicas, tácticas o de organización, si no está imbuido de los principios básicos que han hecho de este noble juego amateur, una base para una manera de vivir que debemos mantener para nuestros hijos.

Monday, November 16, 2009

EVOLUCION HISTORICA DEL CINE

Evolución histórica del cine

El vicepresidente 1º de CinemaNet acaba de publicar -como hemos anunciado en nuestra web- un nuevo manual: Historia del Cine Mundial (Madrid: Rialp, 2009, 293 págs. 23 €).
Le hemos pedido una serie de colaboraciones, que inicia con esta síntesis del tema de su especialidad. “Influencia del cine en el espectador” y “Actitud del público ante una película” verán la luz próximamente.
Por José María Caparrós Lera

En este primer artículo, me propongo sintetizar la historia del Séptimo Arte con las mínimas palabras. A modo de travelling, ofreceré una breve panorámica del cine mundial, haciendo hincapié en cómo ha evolucionado el arte de las imágenes. En dos tiempos: primero, en el mundo; segundo, en España. Y con menos de mil palabras, en cada apartado.
MUNDO

Como todo aficionado sabe, el Cinematógrafo nació oficialmente en 1895, con la proyección pública de los hermanos Lumière en París, el 28 de diciembre. Pero había antecedentes notables: Edison, en Estados Unidos; Skladanowsky, en Alemania. Los inventores franceses “vencieron” porque, como fabricantes de placas y máquinas fotográficas, ya tenían el mercado abierto.
Pero el cine nació como “curiosidad científica”. Lumière no vio la trascendencia que tendría como espectáculo. Tuvo que llegar el maestro Georges Méliès para que comenzara a desarrollarse el Cinematógrafo: surgieron los primeros géneros y trucos fílmicos.
La industria apareció en Francia de manos de dos empresarios: Charles Pathé y Léon Gaumont, que arruinaron a Méliès. Y pronto el cine adquirió entidad como “teatro filmado”, gracias también a la corriente del Film d’Art. El género histórico italiano fue sustituido por los dramas sociales; mientras, el cine norteamericano se empezaba a desarrollar en Hollywood gracias a las primeras productoras y los maestros que establecieron el lenguaje del arte de las imágenes, especialmente David Wark Griffith. Con todo, hubo antecedentes en Inglaterra -la Escuela de Brighton intuyó la sintaxis del naciente Séptimo Arte- y en los países nórdicos, después con el maestro Dreyer a la cabeza.

La Primera Guerra Mundial desplazó la preeminencia europea a los Estados Unidos. Aun así, Alemania dio a luz en los años veinte una de las corrientes más importantes: el expresionismo. Al mismo tiempo, Francia destacaba con las primeras vanguardias -impresionista y el surrealismo- y la entonces Unión Soviética creaba una gran escuela, con el genial Eisenstein como principal figura. En esos años también se consolidaría Hollywood como Meca del Cine, con los primeros albores del cine “sonoro” y maestros del género cómico tan relevantes como Charles Chaplin y Buster Keaton. También el documental tuvo maestros como Robert Flaherty.
Los años treinta, a pesar de la Depresión, gozó de una época dorada en Estados Unidos: se desarrolla el film “parlante”, la comedia y el género musical… y, finalmente, el color. Las películas de Frank Capra retrataron como pocas aquella época de crisis. Y John Ford logró la renovación del género western. En Francia, la vanguardia del realismo poético tuvo a Jean Renoir y René Clair como cabezas de fila.

Aun así, tuvo que llegar la Segunda Guerra Mundial para que el cine incidiera más en la propaganda, tras la ideologización de las dictaduras nazi y fascista, y también estalinista. Asimismo, el cine de gángsters reflejaría la crisis de este período bélico. Y apareció otro genio del Séptimo Arte: Orson Welles.
Pero en plena posguerra surgiría el movimiento más crucial de la historia: el Neorrealismo italiano. Fue un giro copernicano en el cine mundial: los directores bajaban con las cámaras a la calle para captar la realidad cotidiana, los problemas de la gente corriente. Y ahí están los grandes filmes de Roberto Rossellini y Vittorio de Sica como paradigmas. También se desarrolló el cine oriental, con maestros como Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa, en Japón; a la vez que en Suecia apareció otro maestro: Ingmar Bergman.

El cine social norteamericano fue cercenado por la tristemente célebre “caza de brujas” del maccarthismo. Pero se consolidaron el cine “negro” y de “suspense” como testimonios de un período. Nombres como los inmigrados Fritz Lang y Alfred Hitchcock realizaron algunas de las películas más representativas.
La generación de la Televisión desplazó a la llamada “generación perdida“, que tuvo que emigrar a Europa; al tiempo que en el Viejo Continente se produciría la revolución de las “nuevas olas” de los sesenta: intelectuales que se lanzaron a renovar el cine de cada país: Nouvelle Vague, en Francia; Free Cinema, en Gran Bretaña; Nuovo Cinema, en Italia; Joven Cine, en Alemania; Nuevo Cine, en España… hasta el cine del “Deshielo”, en los países del Este. La idiosincrasia y problemática de cada nación se plasmó en la pantalla.
Asimismo, durante esa década, nació el Cinema Nôvo brasileño, junto al desarrollo de la producción en los países de América Latina, especialmente Argentina y México. En este último país desarrollaría parte de su obra el español Luis Buñuel. También fue el despertar de Canadá y, luego, del cine australiano.

El cambio y la primacía que supusieron los movimientos de los años sesenta fue de algún modo compensado por el New American Cinema, germen del cine underground y, más tarde, por los filmes “contestatarios” USA, con firmas como Robert Altman y Arthur Penn. Mientras en Europa se imponía el género político, de manos del pionero Costa-Gavras, junto a Francesco Rosi y Gillo Pontecorvo, entre otros autores italianos.
Tendrían que llegar los años ochenta-noventa, para que el cine cobrara visos más esteticistas y volviera el espectáculo tradicional. Pronto destacaría una nueva tríada norteamericana: George Lucas, Steven Spielberg y Francis Ford Coppola, quienes sustituyeron al género de consumo “catastrofista” que había imperado también en Hollywood. La Meca del Cine recuperó así la preeminencia mundial. Y las salas europeas se vieron invadidas por las producciones estadounidenses, que acaparan las pantallas de todo el mundo. Sólo el despertar oriental -la India, con sus películas de Bollywood; China, con los filmes post-Mao; Japón, con su última ola; e Irán, con la escuela de Abbas Kiarostami- opondría cierta resistencia.
En la actualidad, el cine digital -con las copias en DVD o Blue-Ray- y el fenómeno del Internet -el público puede “bajarse” las películas a su ordenador- anuncian una nueva era, donde el film tradicional peligra de extinguirse, si no fuera por la revolución que pronto significará el 3D.
Suerte que quedan firmas innovadoras como los hermanos Coen o los Dardenne, por citar sólo un binomio de cada continente, que, junto a manifiestos como el danés Dogma 95 y grandes clásicos como Clint Eastwood, ofrecen posibilidades para que el Cinematógrafo perdure como siempre fue: el arte de las imágenes en movimiento.
ESPAÑA

Hoy en día, todavía se discuten los verdaderos orígenes del cine español. Las recientes investigaciones de Jon Letamendi y Jean-Claude Seguin han descartado que las famosas Salida de misa de 12 del Pilar de Zaragoza, de Eduardo Gimeno, y Riña en un café, de Fructuós Gelabert fueran las primeras películas autóctonas. Con todo, algunos historiadores aún arrastran esos títulos como los pioneros.
Lo que sí está claro es que el catalán Gelabert y el aragonés Segundo de Chomón fueron los que inauguraron las primeras escuelas de la cinematografía española: la realista y la fantástica, respectivamente, a principios del XX.
Los años diez del pasado siglo fueron artesanales -no cabe hablar de una industria de cine en España-, siendo Barcelona el principal centro productor del país, como vemos por las amplias filmografías de Albert Marro y Ricard de Baños, entre otros pioneros catalanes.
Mientras que en la década de los veinte aparecen las primeras inquietudes artísticas y socio-culturales, de manos de los después maestros Florián Rey y Benito Perojo, así como el nacimiento de los cine-clubs y el surgimiento de los primeros críticos importantes (Juan Piqueras, Josep Palau, César Arconada, Miguel Pérez Ferrero, Luis Gómez Mesa, Manuel Villegas López, Sebastià Gasch y Antonio Barbero).
Sin embargo, tuvieron que llegar los años treinta para que el cine español empezara a hablar definitivamente. De ahí que la primera película “sonorizada” fuera La aldea maldita. Pero, si nos atenemos a la producción del período 1918-1930, con títulos tan destacables como Luis Candelas, o el bandido de Madrid (Armand Guerra, 1926), La malcasada (Francisco Gómez Hidalgo, 1926), Las de Méndez (Fernando Delgado, 1927), Zalacaín, el aventurero (Francisco Camacho, 1929) o Prim (José Buchs, 1930), no podemos ratificar simplificaciones como la que llevó a escribir al antiguo Director General, José María García Escudero: “Nuestro cine es un pueblo: la andaluzada, la baturrada, la madrileñada, la zarzuelada” (1954).
Cuando Francisco Elías montó en Barcelona los Estudios sonoros Orphea Film, volvió la Ciudad Condal a protagonizar el cine español. Y pronto nació una pequeña industria, con productoras tan boyantes como la valenciana CIFESA y la madrileña Filmófono, para la que trabajó Luis Buñuel.
Así, la II República recién nacida también tuvo su título propagandístico: Fermín Galán (Fernando Roldán, 1931), que “cantaba” al héroe del frustrado golpe de Estado de Jaca (1930). Fueron los años en que los referidos Florián Rey y Benito Perojo dieron a luz sus mejores películas. Una época dorada, calificada así por Gasch y la gran “estrella” Imperio Argentina, que llevó a Luis García Berlanga a definirla con estos términos: “El cine español ha tenido dos edades de oro. La primera fue durante la República, con la llegada del cine sonoro y el surgimiento de una industria con productores, técnicos y estudios. Todo ese proceso lo truncó la Guerra Civil” (1999).
Ciertamente, la Guerra Civil española acabó con el florecimiento de la naciente industria del cine nacional, pues los partidos políticos se ocuparon más de la propaganda, por difundir sus idearios, y no tanto por mantener la endeble infraestructura para que el cine español perdurase tras la contienda, “ganara” quien ganara… Con todo, en esos años bélicos, surgiría una escuela documental que no ha tenido parangón hasta el actual auge del género.
El largo túnel del franquismo, los cuarenta años de dictadura, no fueron tan negros en materia cinematográfica, como puede observarse por algunas películas interesantes: que van desde la mera propaganda política (Raza) hasta el cine histórico de cartón-piedra. Tras la triste Autarquía, el cine español -como el mundial- también hizo un giro copernicano hacia temas sociales, sobre todo con esas obras maestras que son Surcos (J. A. Nieves Conde, 1951), ¡Bienvenido, Mìster Marshall! (Luis G. Berlanga, 1952) y Muerte de un ciclista (J. A. Bardem, 1955), película que se proyectó en las célebres Conversaciones de Salamanca. Ésta es la segunda edad de oro que señalaba Berlanga.
Aquel encuentro cinematográfico en Salamanca (1955) está considerado como la primera reunión de la oposición a la Dictadura franquista, y allí Juan Antonio Bardem pronunciaría su famoso discurso: “El cine español es políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico”. Además, se pusieron las bases al nacimiento del Nuevo Cine español en la década siguiente; “nueva ola” promovida desde el poder, paralela a las europeas de los años sesenta. En Cataluña, también la denominada Escuela de Barcelona tuvo cierto protagonismo en esa época.
En el tardofranquismo, Carlos Saura destacó con un cine críptico y más intelectual -junto a Víctor Erice (El espíritu de la colmena) y Manuel Gutiérrez Aragón (Habla, mudita), entre otros-, mientras se mantenían los géneros más populares, con el llamado cine del “destape” y de la “tercera vía”.
La muerte de Franco supuso el inicio de un cambio en la cinematografía española. En los años de la Transición surgieron dos corrientes: el cine “revanchista”, con especial incidencia en temas sobre la Guerra Civil y la Dictadura, y el renacimiento de las Autonomías, sobre todo de Cataluña y el País Vasco, con películas en lengua vernácula.
Después, cuando llegaron los socialistas al poder por vez primera, apareció el cine del “desencanto”, porque la endeble industria cinematográfica española siguió sin infraestructura y asimismo viviendo de las subvenciones y el “amiguismo” ya establecidos por el sistema franquista.
No obstante, en estos últimos años de democracia -pese al colonialismo de las películas estadounidenses- el cine español sería reconocido con diversos Oscars de Hollywood (José Luis Garci, Fernando Trueba, Pedro Almodóvar y Alejandro Amenábar, como directores; y Javier Bardem y Penélope Cruz, como intérpretes) y una joven generación de cineastas -con bastantes mujeres directoras- ha irrumpido en las pantallas del país con cierta aceptación por parte del público.